La paquistaní Malala Yousafzai, de apenas diecisiete años de edad, ha sido galardonada con el premio Nobel de la paz 2014 —junto con el activista indio Satyarthi— por su lucha contra la opresión infantil y por el derecho de todos los niños a la educación. Analizar la vida de esta chica, desde luego, da qué pensar.
Recuerdo una película que me impactó muchísimo cuando la vi: ¿Quién puede matar a un niño?, de Chicho Ibáñez Serrador, basada en la novela de Juan José Plans El juego de los niños. Cuenta la historia de una isla habitada únicamente por niños. Al margen de la trama aterradora, en la que los pequeños eran pérfidos y daban buena cuenta de todos los adultos, se me grabó en la mente la escena en que uno de los protagonistas perdía la vida porque era incapaz de defenderse ante la angelical, e inocente, mirada de uno de los niños.
¿Quién puede matar a un niño?
Desgraciadamente, en pleno siglo XXI, muchos más desalmados de los que imaginamos. Malala Yousafzai, el 9 de octubre de 2012, sobrevivió con gran fortuna al ataque asesino de los talibanes: un disparo en la cabeza a quemarropa cuando solo tenía quince años. ¿Su culpa? Defender y ejercer su derecho a ir al colegio. Animar a hacerlo al resto de las niñas como ella. Escribió diarios, publicó sus reflexiones y lideró esa idea intrínsecamente buena en una época en la que los fundamentalistas habían decapitado ya a trece niñas, destruido ciento setenta colegios y puesto bombas en cinco más. Finalmente comenzó a dar charlas por todo el país y, claro, no sentó nada bien a los extremistas. Sobrevivió milagrosamente; eso sí, con más fuerza que nunca. Con su libro Yo soy Malala (Alianza Editorial, 2013) continúa impulsando su defensa por la educación infantil.
Es un auténtico ejemplo. Como lo son también todos esos niños y niñas anónimos que sobreviven en las condiciones más extremas, se enfrentan cada día a la sinrazón y se aferran a la esperanza del conocimiento, del aprendizaje en las escuelas, para poder cambiar las cosas.
«Aprende de tus hijos», decía el eslogan publicitario de una conocida marca de yogures hace algunas décadas. Y eso deberíamos hacer, los adultos, permanentemente.
Somos niños hinchados de tiempo pero por desgracia, en demasiadas ocasiones, esa hinchazón ha abotargado nuestro juicio, nuestra voluntad y nuestros corazones.