Nueva York para todos

Nueva York es, para todos nosotros, una ciudad familiar. Ha sido escenario de tantas grandes películas norteamericanas que cuando aterrizamos en sus calles tenemos la impresión de conocerla, de haberla recorrido ya, de no resultarnos por completo ajena. Aún así, Nueva York jamás pierde su capacidad de sorprendernos. Por su carácter cosmopolita y camaleónico, por su ritmo frenético y por sus monumentales edificios, que alcanzan el cielo como introduciéndonos en un acuario urbano en el que todos transitamos entre pececillos y peces muy, muy gordos. Pasear por Manhattan es admirar un universo inextinguible de neoyorquinos multiétnicos, hamburgueserías, Dunkin’ Donuts y drugstores con bocadillos irreconocibles. Es cruzar semáforos a turba abierta y ver pasar ejecutivas trajeadas con zapatillas deportivas, mientras portan en sus bolsos los zapatos de tacón que calzarán durante toda su jornada. Es curiosear por Wall Street y encontrar brokers comiéndose a deshoras su bocata; visitar el Soho y sus innovadores establecimientos o escuchar jazz en un local de Tribeca. Es atravesar el Puente de Brooklyn y desearlo casi todo en esa Quinta Avenida inolvidable.

Viajar a Nueva York es, por supuesto, hacerse una fotografía en el Madison Square Garden, detenerse en Times Square antes de perderse en Broadway, fantasear con los espectáculos teatrales viendo sus enormes carteleras y, por qué no, entrar a ver El Fantasma de la Ópera, Grease o cualquier otra representación para sintonizar con una belleza musical y escénica que nos adormece gratamente, haciéndonos experimentar una sensibilidad insospechada.

Nueva York es subir al Empire State y protagonizar junto a tu acompañante un beso romántico, vislumbrar la Estatua de la Libertad y desembarcar en ella, marchar a Grenwich Village y disfrutar de los artistas callejeros —músicos y actores sobre todo— que organizan sus espectáculos en el Washington Square Park a cambio de la voluntad, la cual siempre terminan por ganarse. Es codearse con los adolescentes que comparten sus litronas ocultas en grandes bolsas opacas, marrones y vacías, porque beber en la calle sigue estando prohibido, aunque dos setos más allá se puedan ver sujetos trapicheando con drogas.

La ciudad de Nueva York ofrece también la aventura de visitar sus barrios y distritos: un misa gospel en Harlem, las canchas de baloncesto y los peligros del Bronx, los mercadillos de Chinatown o los restaurantes apiñados de Little Italy. Y, por supuesto, deambular por Nueva York implica echar de menos esas dos torres gemelas que antes conformaban una Sky Line hermosa y singular que la sinrazón humana se encargó de destruir.

Pero Nueva York es sobre todo un epicentro de diversidad y contrastes. Ese taxista hindú desconcertante con un turbante inmenso, ese pordiosero que empuja un carro de supermercado por una gran avenida o ese inmenso parque llamado Central Park donde llevar un bocata, descalzarse y comérselo en buena compañía, sintiéndote como si estuvieras a cientos de kilómetros de la Gran Manzana.

Porque en Nueva York todo es muy grande. En especial las galletas cookies, los aeropuertos y las emociones.

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