De un tiempo a esta parte el canon estético de nuestra sociedad se está plastificando. A fuerza de eliminar de las imágenes mediáticas las imperfecciones de sus protagonistas usando Photoshop, el arquetipo de belleza que se nos propone, además de irreal e inalcanzable, está empezando a levantar ampollas.
La realidad es que algunos de los que hasta ahora se beneficiaban de estas prácticas empiezan a sentirse hartos y han comenzado a alzar la voz contra estas manipulaciones que, más allá de embellecer sutilmente la realidad, la están mutando de una manera impersonal e inhumana. Las quejas públicas de determinados afectados y de los consumidores de esas imágenes se están multiplicando; incluso algunas celebridades están protagonizando reportajes fotográficos al natural, sin maquillaje siquiera, como estrategia de protesta y puesta en valor de esa otra belleza mucho más real y humana.
Más que significativo resulta, en este sentido, el trabajo realizado por Lauren Wade, editora de fotografía de la revista web TakePart, quien ha retocado con Photoshop algunos de los desnudos míticos de la historia universal del arte (como Las Tres Gracias de Rafael, La Gran Odalisca de Ingres o Danae con Eros de Tiziano) para adaptarlos a los esqueléticos y grotescos cánones actuales. El resultado es, desde luego, impresionante.
Los programas de retoque fotográfico, como cualquier otra herramienta humana, no son buenos ni malos en sí mismos. De igual manera que un cuchillo es fabuloso si lo utilizamos para repartir pan entre los niños hambrientos y terrible cuando se clava en la espalda de otro ciudadano, Photoshop precisa un uso correcto y socialmente responsable. Lo cual, hoy en día, se puede cuestionar con fundamento.
Las personas tenemos arrugas, curvas e imperfecciones, forman parte de nuestra naturaleza. También las tienen las celebridades. Cierto es que el lenguaje publicitario implica presentar referentes y activar deseos, lo que conlleva, necesariamente, incorporar estímulos positivos y bonitos. Pero el exceso persistente conduce siempre al defecto. A todos nos parece bien si el fotógrafo del barrio nos retoca ligeramente nuestra foto para el carné de conducir: un pequeño toque de color aquí, una arruguita menos allá… y ya está. Lo que no tiene sentido es que, a fuerza de aplicar filtros, capas y cambios infinitos, dejemos de ser nosotros los que aparecemos en la imagen.
La principal consecuencia de estos excesos photoshópicos es que se está transmitiendo una percepción de la belleza irreal, artificial e imposible. Como si fuéramos barbies o figuritas de plástico. Totalmente inalcanzable.
Por no hablar de las tremendas pifias que, cada vez con más frecuencia, saltan a los medios de comunicación por ese afán desenfrenado de llegar más lejos con el ratón informático en la mano. Que se lo digan a Angelina Jolie y Brad Pitt cuando, en una foto familiar, aparecieron en la revista alemana Intouch con uno de sus hijos duplicado; o a la multitud de estrellas que han sido deformadas, e incluso mutiladas, por estas técnicas aplicadas con torpeza o llevadas al absurdo.