Olof Nystad, el pastor de renos, sabe que el suyo es, sin duda, uno de los trabajos más peligrosos de la Tierra. A treinta grados bajo cero sobre el abismal y solitario blanco del Ártico, la supervivencia desplaza cualquier otra prioridad y la naturaleza te abraza como un dios omnipotente, deslumbrante e hipnótico a la vez que traicionero. Una mañana más portaba el lazo para atrapar renos, el hacha y los tres machetes enganchados al cinturón: el grande para cortar madera, el mediano para la comida y el pequeño para marcar el ganado. Bebió del termo un trago largo, reparador, de café negro; revisó las herramientas, cerró la tienda cónica en la que había pernoctado y caminó, dejando gruesos surcos en el piso, hacia la moto de nieve. Protegido por varias capas de ropa, inspiró profundamente y sintió ese oxígeno helador que lo vinculaba a más de cuatro mil años de historia. Nystad pertenece a un pueblo milenario, primitivo, el único de su condición que pervive en nuestra gastada Europa. Es uno de esos sami que viven en Finlandia. Tan cerca de nosotros no solo espacialmente, también cultural e instrumentalmente pese al sabio respeto a sus ancestros. Ellos, como nadie, representan la fusión del pasado y del presente, del porvenir y la historia. Y han sabido aunar, haciendo suyos, los beneficios de la modernidad y el orgullo de la tradición.
Así, por ejemplo, desde que conocen la telefonía móvil los sami ya no son esos seres solitarios que vagaban junto a los renos, completamente aislados, durante meses y meses. Siguen fieles a su identidad, a su ganadería y su pesca, pero han sabido adaptarse progresivamente a las innovaciones. Han reemplazado sus trashumantes tiendas de pieles por lujosas casas con Internet, televisores de última generación y todas las comodidades. Los todoterreno, los aparatos de radio control y las avionetas facilitan sus tareas del pastoreo de renos. También hay artesanos, músicos, pescadores, empresarios, diseñadores y, en general, nuevas generaciones de sami dispuestas a comerse el mundo con ideas y raíces reinventadas.
Los sami, como las auroras boreales, se localizan en Laponia, la región que se extiende a ambos lados del Círculo Polar por cuatro países: Noruega, Suecia, Rusia y Finlandia. Hasta el siglo pasado, la mayoría eran nómadas: toda la familia acompañaba a los rebaños en las durísimas migraciones a los pastos. Vivían por y para sus animales. Ahora es diferente. Han conseguido adaptarse sin dejar de ser lo que eran.
Por eso, las más de 75.000 personas que forman actualmente esta comunidad constituyen un legado vivo de la historia de la humanidad, un ejemplo de diversidad e integración, una etnia orgullosa digna de ser tenida en cuenta.
Tan próxima a nosotros.
Tan semejante y distinta.