Silencio, por favor

Cuando deseamos alejarnos del mundanal ruido evocamos la posibilidad de refugiarnos en una isla desierta o en un rincón oculto del monte. Se trata esta de una necesidad cada vez más acuciante, porque el nivel de decibelios en nuestras ciudades está aumentando hasta niveles tan insospechados como perjudiciales.

La Organización Mundial de la Salud ha fijado el umbral de tolerancia de ruido en 65 dB, algo así como un aspirador, una radio despertador y un televisor con el volumen alto funcionando al mismo tiempo. La contaminación acústica no tiene freno. El tráfico, las industrias, las taladradoras, los aires acondicionados, los altavoces, los motores y todo tipo de máquinas en general suman sus sonoridades produciendo un murmullo permanente que nos descentra la cabeza y nos impide sentirnos relajados. A ello podemos unirles las malas prácticas domésticas, los vecinos ruidosos, los portazos, los electrodomésticos a todo tren y un sinfín de vicios cotidianos que, entre todos, deberíamos tratar de mitigar.

Dormir a pierna suelta, rendir más, sentirnos descansados, contentos, oír mejor y potenciar nuestro sistema inmunológico serían algunas de las consecuencias inmediatas que obtendríamos al reducir el ruido en nuestro entorno. El silencio, además, transmite paz interior, sosiega, repele los pensamientos tóxicos y nos revitaliza.

Desde luego, existe un talento personal para adaptarse mejor o peor a la presencia molesta de sonidos. Las experiencias subjetivas y nuestra capacidad de abstracción determinan el blindaje personal ante el ruido externo. Existen individuos que pueden aislarse mentalmente y concentrarse en escenarios auditivos desquiciantes, y otros que se despistan en cuanto escuchan el simple aleteo de una mosca. Podemos potenciar nuestra capacidad de concentración frente a las interferencias acústicas con tesón y trabajo. En cualquier caso, existen reacciones totalmente inevitables: aunque hayamos desarrollado nuestra capacidad de aislamiento ante las llantinas permanentes del bebé vecino, seremos incapaces de mantenernos impasibles si es nuestro hijo quien llora. Y es que, está claro, hay estímulos emocionales inmediatos para cada uno de nosotros.

Sea como sea, debemos hacer algo: reconquistemos el silencio. Esforcémonos por crear escenarios acústicos neutros. Enseñemos a nuestros pequeños a mimarlos y, entre otras muchas ventajas, todos nos escucharemos más. Así, nos relacionaremos mejor con los demás y con nuestro mundo interior.

Porque esa isla desierta con la que soñamos no está en realidad tan lejos: puede estar incluso dentro de nosotros… cuando el ruido no lo impide.

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