Según la RAE, una paradoja es una idea extraña u opuesta a la común opinión y al sentir de las personas. Por extensión, se trata de una aserción inverosímil o absurda, que se presenta con apariencia de verdadera. El poder de atracción de estos mensajes resulta casi hipnótico, por eso pasan de generación en generación como misterios insondables.
Qué fue antes, ¿el huevo o la gallina? Aristóteles aseguraba que la gallina fue primero, ya que sin ella el huevo no habría tenido de dónde salir. En nuestros días, Stephen Hawking y otros investigadores como el biólogo Richard Dawkins defienden que «la gallina solo es la forma que tiene un huevo de hacer otro huevo». Es decir, que el huevo es el origen.
Existen muchas paradojas científicas que despiertan la curiosidad y nos invitan a devanarnos los sesos. No importa tanto la respuesta final, que se sabe inalcanzable, como el dilema en sí: si un árbol está absolutamente solo en un lugar recóndito, vacío, y cae sin que haya ningún ser vivo alrededor, ¿hace ruido al caer? La teoría del Gato de Schrödinger, que según la física cuántica puede estar vivo y muerto a la vez dentro de una caja, es otro de los enigmas míticos de la ciencia. Pobre minino, encerrado en una cárcel de cartón junto a una botella de gas venenoso y una partícula radioactiva con una probabilidad de desintegración del cincuenta por ciento, esperando su destino ajeno a la observación teórica de los inductores. Estoy seguro de que un animalico así estaría muerto… de miedo.
Hay también otras preguntas que surgen de nuestra experiencia y se convierten en cuestiones trampa, porque repetimos esos comportamientos por imitación aunque la razón nos hace plantearnos, de vez en cuando, si no estaremos errando con la praxis. Por ejemplo: ¿por qué lavamos las toallas después de habernos duchado, si secamos con ellas un cuerpo que está limpio? El sentido común nos dice que hay que hacerlo así; pero… ¿por qué? Por dos motivos: en primer lugar, porque la humedad que transmitimos a la toalla genera la aparición de hongos y bacterias y, en segundo, porque dejamos en ella células muertas que no resultan nada estimulantes para los usos futuros.
Otra pregunta, tal vez impertinente, es por qué los aviadores kamikazes japoneses pilotaban con casco, si a fin de cuentas iban directitos a la muerte. Todo tiene su porqué: en realidad se trataba de un gorro que prevenía del frío y protegía sus oídos cuando volaban con la cabina abierta, sobre todo al despegar y aterrizar. Y es que, bien pensado, ¿a qué piloto, suicida o no, va a servirle de algo un casco si su avión se estrella?
Pasando a un terreno más doméstico, cotidiano, hay una cuestión que en verdad me quita el sueño: ¿por qué por las mañanas, cuando hemos decidido levantarnos y estamos a punto de hacerlo, si entra alguien en la habitación y nos lo pide —nuestra pareja, nuestra madre, nuestro hermano— sentimos de pronto un cansancio insoportable y una pereza infinita que nos impide hacerlo? A ti también te ha pasado alguna vez, ¿verdad? Pues no eres un bicho raro ni un gandul: se debe al instinto de oposición que todos compartimos, el cual nos impulsa a hacer siempre lo contrario de lo que se nos ordena.
La vida es una sucesión de paradojas. De interrogantes y preguntas con o sin respuesta. Quizá por eso, al ser humano, le gusta tanto el misterio. Disfrutamos con las series y las películas de intriga, con los thrillers literarios, con los crucigramas, con los acertijos en general.
He aquí otro gran misterio: ¿por qué nos gustan tanto los misterios?