Desde luego, las luces brillan mucho más intensamente durante las navidades. Y no solo porque los grandes centros comerciales llenan sus fachadas de decoraciones lumínicas, guirnaldas, espumillones y otros adornos propios de esta época, sino porque nos encontramos sin duda en la etapa más significativa del año, la más carismática y notoria.
Durante las fiestas navideñas se suceden los estímulos visuales, sensoriales, comerciales, familiares y sociales de tal modo que nadie puede abstraerse de ellas: no es por tanto extraño que estas fechas concentren las mayores alegrías (el reencuentro con los seres más queridos, la mágica ilusión de la noche y la mañana de Reyes, el reparto de millones del Gordo de la Navidad, la liturgia de la principal celebración cristiana —para los creyentes—) con tantas otras entrañables citas o rituales que regresan de un modo recurrente, tales como la cena de la empresa, los hartazgos en familia, el intercambio de regalos con el amigo invisible, la búsqueda desaforada del juguetito de moda —este año, la loba de las Monster High—, la cabalgata, el roscón y sus sorpresas, el especial de José Mota —antes, de Martes y 13—, la tradición de las uvas durante la Nochevieja, los desencuentros familiares, la paga extraordinaria tan volátil, los aguinaldos, el soniquete villanciquero, los saludos de Papá Noel, cada vez más gordinflón, y los grandilocuentes propósitos para el año que vendrá, los cuales pronto acabarán de nuevo cogiendo polvo en la trastienda de nuestra voluntad. Pero, como es imposible aislarse de todo ello, resulta comprensible también que no pocas personas padezcan estas fechas y sufran durante las mismas más que nunca. Porque en este tiempo se extraña todavía más al que no está, lo echamos de menos con mayor intensidad porque recordamos, y anhelamos, lo que fue y ya no será. Por ello, la Navidad es época habitual de depresiones, decepciones y recuerdos dolorosos. Y los abandonados, los desprotegidos, los enfermos, los huérfanos o los desamparados lo son, en estas fechas, mucho más.
Como consecuencia de la crisis económica, estas navidades no podremos sostener el mismo tren de vida de las anteriores a las anteriores, así que deberemos contentarnos con un despliegue material mucho menor. Lo que para algunos es motivo de pesar, es en realidad una excelente noticia. Prescindiendo de lo superficial, lo accesorio, lo cosmético e insustancial, quizá nos queden más tiempo y anhelos para recuperar lo importante, lo maravilloso, lo verdaderamente humano. La esencia de la Navidad. ¿Quién no recuerda el maravilloso cuento Canción de Navidad, de Charles Dickens, con ese abominable y avaro señor Scrooge enfrentado a su pasado, su presente y su futuro? Quizá deberíamos nosotros hacer eso un poquito en estas fiestas. Pensar en lo que fuimos, lo que somos y lo que queremos ser y obrar en consecuencia. Regalando a los que ya no están nuestra alegría. Disfrutando cada mazapán no por su sabor, sino por lo que significa. Aceptando las inocentadas de la vida con resignación y buen humor. Reinventándonos para preocuparnos por los otros, muy especialmente por los más cercanos. Saboreando la fortuna que tenemos de vivir y aprovechando la oportunidad de poder regalar a los demás unas navidades especiales.
Como cuando éramos niños.
Entonces, la ilusión nos embriagaba. Todo nos parecía nuevo. Tan mágico e intenso que anidaba en nuestros corazones y los hacía más fuertes. Creíamos en esa magia y, el hacerlo, de algún modo, nos permitía ser magos. Porque las sonrisas, los abrazos, los mejores deseos y las felicitaciones son en sí mismos muy valiosos. Y porque el buen rollo es contagioso.
¡Felices fiestas a todos! (Seamos contagiosos).