Veranitos de pueblo

El verano no parece completo si no se pasan unos cuantos días en un pueblecito que forme parte de nuestro pasado y sentimiento. De costa, de montaña o de interior, no importa demasiado; lo principal es que es nuestro pueblo y, solo por serlo, lo tiene todo.

Pasar unos días en el pueblo es una auténtica delicia. A él nos unen innumerables recuerdos, momentos y experiencias que recuperamos nada más pisarlo. No es circunstancial que nos contagiemos del acento lugareño en cuanto bajamos del coche: su esencia está en nosotros, en modo de stand-by, aguardando el momento óptimo para manifestarse de nuevo.

El mejor pueblo es, sin duda, el de uno mismo. Da igual que esté rodeado de secarral o de zarzas, que el calor sea sofocante o que nuestra casa se encuentre en mal estado. Volver a ver a los protagonistas de nuestra infancia, revivir las tradiciones que sentimos más arraigadas, salir a charlar con los vecinos a la fresca o jugar una partida de cartas en el bar de la plaza mientras se habla de nimiedades, de rumores o de concejales es una auténtica gozada.

Al mismo tiempo, para los que tenemos hijos, revivir con ellos placeres populares se convierte en una magnífica excusa para regresar a nuestra infancia: los churros con chocolate, los paseos en bici, ese cuarto perdido con nuestros juguetes de siempre, avejentados y rotos pero renacidos entre las pequeñas manos de nuestros descendientes. No hay nada mejor que las fiestas patronales, siempre incomparables: esas rutinas, esos bailes, esas orquestas y esos pasatiempos con los que fuimos felices y que retornan ahora envueltos en nostalgia, emoción y sentimientos.

«¿Tú de qué casa eres?», oímos que le preguntan a nuestro peque antes de que vuelva a nuestro lado y los asocien con nosotros. «Es igual que tú a sus años», nos dicen siempre en nuestro pueblo, sea porque ellos sí nos vieron crecer y reconocen el parecido paterno-filial que existe en todo hijo, o sea simplemente por reafirmación de pertenencia a ese terruño.

Los pueblos son —sobre todo para los chiquillos— un reducto de libertad, callejeo, meriendas de chorizo, pan, chocolate y magdalenas, y carantoñas de desconocidos. Para los papás, es sinónimo de comilonas, carcajadas y evocadores recuerdos. No hacen falta móviles, ni tabletas ni ordenadores en los pueblos. La vida sigue su camino sinuosamente, todo suele permanecer de igual manera, incluso las ausencias y los reencuentros resultan en ellos aún más emotivos.

Tener un pueblo de verano es una bendición. Pero si eres tan urbano que no tienes ninguno, descuida: adóptalo. Basta con acudir a él durante varios años seguidos para que tú y los tuyos os convirtáis en integrantes de ese entorno.

Hay cosas que solo los que tenemos pueblo podemos comprender. En ellos siempre nos hacemos las mayores cicatrices, nos embargamos con los recuerdos más vívidos y nos conectamos con nuestro pasado de manera incomparable.

En lo más profundo, todos somos de pueblo. Y nos encanta que así sea.

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Un comentario

  1. Curiosamente este artículo ha resonado profundamente en mí. Durante el verano he estado 2 semanas de vacaciones haciendo un pequeño viaje por los Pirineos. Consideraba que esas dos semanas iban a ser suficiente descanso y desconexión pero cuando estaban acabando me di cuenta de que necesitaba volver a mi pueblo. No por nada en concreto, simplemente nostalgia, esa sensación de que el verano no está completo si no retomas esas costumbres de la infancia durante unos días. Gracias por la reflexión

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